Francisco Mora es doctor en Medicina por la Universidad de
Granada y doctor en Neurociencia por la Universidad de Oxford (Inglaterra). Es
catedrático de Fisiología Humana de la Facultad de Medicina de la Universidad
Complutense de Madrid y catedrático Adscrito del Departamento de Fisiología
Molecular y Biofísica de la Universidad de Iowa en EE.UU. Es miembro del
Wolfson College de la Universidad de Oxford. Sus libros mas recientes incluyen
NEUROEDUCACIÓN: solo se puede aprender aquello que se ama.
Es imprescindible ir realizando cambios pedagógicos en la
forma de enseñar. No podemos seguir utilizando los métodos anacrónicos actualmente, ya que se dispone de gran información sobre muchos procesos de aprendizaje. El
trabajo en Atención temprana requiere igualmente conocimientos de
NEUROEDUCACIÓN, tanto para detectar como para intervenir. Me gusto este artículo
del doctor Francisco Mora.
La letra, con miedo no entra
Aprender es la necesidad mas vieja del mundo. La vida misma
no sería viable sin el aprendizaje y la memoria. Precisamente por ello aprender
es un proceso que se pone en marcha desde el mismo minuto tras nacer. Y ello
ocurre por el encendido de los códigos neurales que guarda celosamente cada
cerebro en sus trenzas genéticas.
El niño, en sus primeros años de vida aprende de la realidad sensorial directa que le rodea a través de las experiencias del tacto, la visión, el sonido, el gusto, o el olfato. Y es en respuesta a esa realidad que paralelamente aprende a realizar su conducta, desde gatear y ponerse en pie y luego andar, hasta al movimiento preciso de manos y mirada. Y todo ello viene guiado por los padres, de los que el niño aprende a pintar el mundo de emociones, distinguiendo desde muy temprano lo que es bueno de lo que es malo, a lo que hay que acercarse porque es placentero o de lo que hay que alejarse porque es doloroso. Son aprendizajes directos, en donde se adquieren preceptos concretos en donde el niño aprende con emoción limpia y cruda lo que representa placer (el olor de una rosa) el dolor ( las espinas de la rosa) y el miedo (reacción ante una rosa tras aprender que puede producir placer pero también dolor). Y así construye en su cerebro el mundo de los concretos desde esa rosa delante de él a ese reloj que suena en el vestíbulo de su propia casa, y distingue uno del otro y también distingue una rosa de otra con otro color, o incluso con el mismo, pero de tamaño distinto, u otro reloj cualquiera diferente.
Y de ahí, el niño, en un proceso continuo en su desarrollo
cerebral, pasa a la construcción de los abstractos, esos átomos del pensamiento
que conocemos como ideas. El niño, a medida que crece su cerebro en volumen y
complejidad, comienza esa transición desde la elaboración del percepto de una
flor concreta, con su forma, color, olor tacto, algo que existe delante de él
(sea en un jardín, sea en un dibujo), a elaborar el concepto de flor (flor
abstracta) que agrupa a todas las flores concretas que pudieran existir,
creando esa idea de flor que ella misma no existe en el mundo sensorial y que
solo existe como flor mental, flor abstracta, flor como idea en la cabeza del
niño. Flor de la que se piensa de forma genérica cuando se habla o se escribe
(las flores son hermosas).
Es este, un periodo de transición que requiere de la puesta en marcha de códigos de funcionamiento cerebrales nuevos y diferentes. Períodos en los que se pasa de los signos y las primeras palabras a los abstractos, muy rudimentarios primero, convirtiéndose después en los mensajes abstractos y simbólicos. Y es con estos nuevos códigos neuronales como los abstractos o ideas se engarzan en hilos de tiempo, creando los procesos mentales y el pensamiento. Y es también con estas ideas clasificadas (sean rosa, tulipán, o petunia), que se crea conocimiento. Clasificar, distinguir y diferenciar es conocer más y mejor en aras a la supervivencia en ese mundo complejo del ser humano. Este proceso se hace pacientemente. Primero, en el colegio, y más tarde, eventualmente, en la Universidad.
Pero lo que quiero realzar aquí sobremanera es que este
segundo período y la puesta en marcha de estos nuevos códigos cerebrales, con
los que se aprende a leer y escribir, es tan duro, tan diferente, tan único en
la naturaleza y de algún modo lejos de ella, que el niño solo podrá hacerlo y
hacerlo bien con la experiencia añadida de la alegría, el placer y la
recompensa, y nunca con el dolor, el castigo o el miedo. Es con la alegría que
esta nueva etapa se suaviza y con la que se puede aprender bien y perdurar lo
aprendido. Solo con la alegría, la recompensa y el placer se pueden memorizar
bien los abstractos y por largo tiempo. Con el miedo, lo aprendido tiende a
apagarse y olvidarse pronto. Por eso yo he sostenido largamente que solo se
puede aprender bien aquello que se ama.
Hay que ahuyentar los miedos de los colegios. Y es que en
muchos centros escolares, un miedo invisible embebe su atmósfera, y en ellos el
niño experimenta una sensación inconsciente que le oprime y le aleja de aquella
alegría que es la que potencia y libera sus talentos. El niño, con el miedo, se
apaga. Hoy ya se comienza a tomar conciencia de todo esto, y se comienza a
hablar de crear una distensión constante en el centro escolar desde preescolar
hasta la primaria. Y, desde luego, también después. De hecho, son ya muchos
pensadores de la educación los que defienden que ya es el momento de prestar
atención a estos conocimientos y abogar de modo firme por una "pedagogía
de la alegría" frente a una "pedagogía del miedo".
Tal como expresa Francisco Mora, mucha responsabilidad en los educadores y, sobre todo (porque están los primeros), en las familias. Tanto lo que hacemos, como lo que dejamos de hacer por un niño deja huella en la construcción de su cerebro. Por eso somos tan diferentes unos de otros. Ánimo a unos y otros.
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